La innovación, al igual que el amor, necesita tiempo y presupuesto. Por esta razón, el mejor momento para innovar es cuando se tienen los recursos necesarios para hacerlo. En las empresas, estos momentos de mayor tranquilidad y recursos suelen coincidir con la rentabilidad que proviene de éxitos pasados. Sin embargo, es en esos momentos de calma donde se esconde una trampa: el éxito es tan agradable que queremos alargarlo indefinidamente, ignorando que en los negocios todo éxito es efímero.

La innovación corporativa es especialmente difícil porque no solo enfrenta los desafíos inherentes a cualquier proyecto, sino que también lucha contra la inercia organizacional. Esta inercia actúa como una barrera invisible, un sistema inmunológico empresarial que ataca cualquier iniciativa que amenace el status quo. Los líderes deben reconocer este fenómeno y diseñar estrategias para vencerlo si quieren que la innovación prospere.

El liderazgo juega un papel fundamental en la creación de condiciones para que la innovación florezca. No basta con destinar tiempo y presupuesto; es crucial construir una cultura organizacional que tolere el riesgo y fomente la experimentación. Los líderes deben ser los primeros defensores del cambio, eliminando las barreras que impiden que las nuevas ideas se materialicen y asegurándose de que todos los niveles de la organización estén alineados hacia un futuro de mejora continua.

Los éxitos en la innovación necesitan ser cuestionados. Es necesario entender las razones detrás del éxito para replicarlo, identificar las variables críticas, y diferenciar entre las virtudes del proyecto y el desempeño de los equipos de trabajo. Podríamos decir que lo más difícil del éxito es repetirlo.

Todos los proyectos tienen riesgos, y la posibilidad de fracaso siempre está presente, aun cuando se usen métodos que reducen el riesgo. Es probable que se fracase y se pierda todo lo invertido en un proyecto: tiempo, recursos, capacidades y prestigio.

Si bien en los últimos años ha cambiado la connotación del fracaso y se lo ve como una oportunidad de aprendizaje, perder nunca es grato. No podemos pasar de un fracaso a otro sin dañar la autoestima y el prestigio. En el mundo de los negocios, el éxito se mide cuando el cliente compra y paga, lo cual no siempre está garantizado. Ahí radica la principal dificultad de cualquier proyecto: que, tras tanto esfuerzo, conceptualización, diseño, desarrollo e inversión, el cliente decida comprar.

El fracaso es una oportunidad invaluable para aprender, y aunque no es deseable, los proyectos deben analizarse más allá del simple resultado. Debemos evaluar las razones detrás de cada tropiezo: desde la solidez de la estrategia hasta la alineación de los equipos y los recursos asignados. Solo así podremos extraer lecciones que nos permitan construir proyectos más sólidos en el futuro. Cuando un proyecto no prospera, conviene tener en cuenta varios aspectos para entender las razones del fracaso:

¿La estrategia tenía solidez?¿Se validaron las premisas clave con contundencia?¿Se adelantó su implementación cuando el MVP no estaba sólido?¿Se implementó correctamente?¿Se asignaron los recursos adecuados para su implementación?¿Las áreas operativas lo adoptaron realmente o nunca estuvieron convencidas de su lanzamiento, lo que provocó un boicoteo silencioso?¿Hubo problemas políticos internos que causaron falta de apoyo?

Contrario a los fracasos, los éxitos suelen ser menos estudiados porque se confunden las razones detrás de ellos. A menudo se ensalza a la persona que hizo el desarrollo o que implementó el proyecto sin profundizar en las razones de fondo. Sin duda, una implementación eficaz es indispensable: un diseño imperfecto con una gran implementación puede corregirse en el camino, pero un gran diseño sin una implementación adecuada puede fracasar, aunque la teoría diga lo contrario.

El éxito no invita a la reflexión ni al cambio; más bien, nos anima a sostener lo que ha dado resultado y a continuar por la misma ruta. Sin embargo, los éxitos también son efímeros y dependen de muchas variables que no siempre se han identificado con claridad, ni se tiene control sobre todas ellas.

Cuando el éxito se maneja con prudencia, se celebra lo justo, se difunde a la organización, y se convierte en el mejor aliado para demostrar que el esfuerzo por innovar tiene dificultades, pero que, si se ponen los medios adecuados, se convierte en una fuente interminable de transformación y riqueza.

Los proyectos exitosos generan credibilidad y ponen las bases para convertir la innovación en cultura. El mayor desafío está en no distraerse con el resultado del momento y en establecer los fundamentos para que la dinámica de desarrollo de proyectos de innovación se formalice y se convierta en el modus operandi de la organización.

El éxito en un proyecto no crea una cultura por sí solo. Si además el éxito llega pronto, no permite comprender que la innovación no es un camino terso, que los fracasos son frecuentes, y que la única manera de que la innovación impregne la cultura organizacional es manteniendo el esfuerzo más allá de los resultados a corto plazo.

Es fácil caer en la complacencia cuando se alcanzan los objetivos de rentabilidad. El éxito tiene una cualidad seductora que nos invita a repetir lo que ya ha funcionado. Sin embargo, en un mercado que cambia constantemente, las estrategias que ayer fueron efectivas hoy pueden quedar obsoletas. Los líderes más visionarios no solo celebran el éxito, sino que lo ven como una plataforma para explorar nuevos caminos, arriesgándose a innovar antes de que las circunstancias los obliguen a hacerlo.

Nada es para siempre, ni los éxitos ni los fracasos. La única constante en el mundo de los negocios es la necesidad de renovación continua. Este proceso requiere mucho más que ideas; necesita método, recursos y una cultura que lo respalde. Al final, la innovación requiere dedicación, compromiso y, sobre todo, una agenda clara para convertir el futuro en una realidad del presente.

Jorge Peralta

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